Barcelona
Hans Christia Andersen realizó un primer viaje a España en 1862. He aquí unos pasajes sobre Barcelona:
«Muy de mañana me desperté con música; todo un regimiento de soldados se esparcía Rambla arriba al son de una marcha. Me faltó tiempo para bajar a la prolongada avenida, que divide la ciudad en dos partes desde la Puerta del Mar -el paseo amurallado que rodea el puerto- hasta el arco de Isabel II, frente al que se encuentra la estación de ferrocarril para Pamplona. Aún no era tiempo de pasear, más bien era la hora del comercio; la capital bullía por la actividad: ciudadanos y campesinos, oficinistas a pie, labriegos montados en sus mulas, carros y ómnibus, voces y gritos, chasquido de látigos y tintineo de campanillas, todo ello se entremezclaba con gran estrépito y alboroto. Los grandes, magníficos cafés parecían jactarse de su esplendor; las mesas en el exterior estaban ya todas ocupadas. Vistosas barberías, con sus anchas puertas abiertas de par en par, alternaban en línea con los cafés; en el interior de aquéllas jabonaban, afeitaban, rasuraban. Los puestos de madera, rebosantes de naranajas, calabazas y melones, se apretaban contra el borde de la acera, para dejar paso allí donde había una casa o la fachada de una iglesia cubierta de estampas, folletos, coplas y versos «impresos este año». Había aquí tanto para ver que no sabía por donde empezar o acabar con la Rambla, el boulevard de Barcelona.
Cuando el año pasado visité por primera vez Turín, tuve la impresión de encontrarme en el París de Italia; ahora me sentía en el París de España: en todo hay aquí un aire con Francia. Una de las estrechas calles laterales más próximas se hallaba extraordinariamente concurrida; en los escaparates de las tiendas, contiguos los unos a los otros, se exhibían muy variados objetos: mantones, mantillas, abanicos de papel y cintas de colores chalaneaban, miraban fijamente y le tentaban a uno … dejé que el azar me guiase. Las calles contiguas eran todavía más estrechas, las casas rehubían aún más el sol, no presumían de muchas ventanas, pero sí hacían alarde de gruesos muros y todos de lona sobre los patios. Al salir a una placita, oí sonar una trompeta; la gente comenzó a agolparse en torno a unos titiriteros que, vestidos de tricot y abigarrados pantalones de baño, con pleno convencimiento de ser artistas nacidos para actuar bajo techo y no en la calle extendieron una gran alfombra sobre el empedrado, para allí demostrarnos su arte. Un pequeño de ojos negros, un mignon de tierra hispana, bailó y tocó la pandereta, se dejó volver del revés y hacer nudos por su semidesnudo papá. Para verlo mejor subí un par de escalones que había en la entrada de un viejo patio con una única ventana de ajimez, grande, de estilo moruno, con su doble arco de herradura que caía sobre esbeltas columnas de mármol. Detrás de mí estaba la puerta entreabierta; me asomé al interior: grandes matas de geranios crecían enroscándose por una fuente seca y llena de polvo, una enorma parra ensombrecía medio patio. Aparentemente el lugar estaba abandonado y sin vida. Los postigos de madera se desmoronaban de la única bisagra en los cercos sin cristales, allí dentro no parecía vivir más que la penumbra con sus murciélagos » …..
.. «saliendo por una callejuela, pasé a otra igual de estrecha, pero resplandeciente de oro y plata. En Barcelona, como en otras ciudades españolas, persiste la organización medieval que permite a los diferentes gremios establecerse en calles propias; así, los zapateros tienen su calle para ellos, con sus locales de venta, los fundidores su calle; y así sucesivamente. Presto tiene uno ante sí toda la variada gama del surtido. Paseaba ahora por la calle de los orfebres, donde se exhibían cadenas de oro y bellísimas joyas en los escaparates de las tiendas, juntas unas a otras» …
«Desde la amplia plaza con el palacio de la reina y los hermosos edificios con soportales que hay allí, fuí hasta el paseo marítimo que franquea el puerto. El panorama, desde allí, es amplio y grandioso, se ve el viejo «Mons Jovis» (Montjuich) … Desde allí se domina el mar abierto, con los numerosos barcos en el puerto y todo el arrabal que llaman la «Barceloneta; cuando llegúe allí ¡menuda algarabía!. Las calles allí son ángulos rectos, sin más que casas bajas con aspecto de asilo de pobres; por todas partes hay puestos de ropa, quioscos de comidas, trastos viejos y baratijas; carretas de transporte y coches de mulas se cruzan entre sí, críos medio desnudos fumando pitillos, obreros, marineros, campesinos y ciudadanos, retozan al sol, entre el polvo.»
«Después de comer salimos a la Rambla, que estaba concurridísima de paseantes en aquella hermosa tarde. Los caballeros, muy repeinados y elegantes, iban fumando humeantes cigarros, alguno que otro llevaba monóculo y parecía enteramente recortado de una revista de modas francesa. Las damas, por lo general, vestían la favorecedora mantilla española: un largo velo de encaje negro, sujeto al pelo por encima de una gran peineta, desde donde caía hasta más abajo de los hombros; sus finas manos movían con una gracia especial el abanico negro de lentejuelas. Algunas señoras iban a la moda francesa, con sombrero y chal».
«En ningún otro país he visto cafés tan suntuoso como en España; el propio París se queda atrás en cuato a lujo y buen gusto. Uno de los más bellos, donde, a diario, me juntaba con los amigos en la Rambla, estaba iluminado por cientos de llamas de gas; el techo, pintado con un gusto exquisito, era soportado por esbeltas columnas; en las paredes colgaban buenos cuadros y magníficos espejos, cada uno valorado en unos miles de duros. Los pasillos de los pisos superiores conducían a los gabinetes y a las salas de billar. Por encima del jardín, tentador con sus fuentes y macizos de flores, se había extendido un enorme toldo que, al atardecer, solía recogerse y permitía ver el nítido cielo de color azul verdoso»
Madrid
Theopile Gautier, que adoraba el Romanticismo pero que ya era modernista, pasó por España en 1840 buscando -como Merimée- lo «diferente», lo «exótico» . He ahí su crónica sobre Madrid:
El Paseo del Prado
«La mantilla es la única prenda de la mujer verdaderamente española. Lo demás sigue la moda francesa. El traje tradicional es el más adecuado para el carácter y cos tumbres de las españolas. Ahora tiene una pretensión de parisianismo que el abanico corrige en gran parte. Todavía no he visto una mujer sin abanico en este país; las he visto que llevaban zapatos de raso sin medias, pero no sin abanico; el abanico las acompaña a todas partes, incluso a las iglesias, donde se ven mujeres sentadas o arrodilladas, viejas o jóvenes, que rezan y se abanican con fervor santiguándose de vez encuando, según uso español: rápido y preciso, digno de soldados prusianos y mucho más complicado que el nuestro. En Francia se desconoce por completo el arte del abanico.Las españolas lo realizan a maravilla. Entre sus manos juega, se abre y se cierra con tal viveza y velocidad que no lo haría mejor un prestidigitador. Hay magníficas colecciones de abanicos. Recuerdo una que constaba de más de cien de diferentes clases; los había de todos los países y de todos los, tiempos; de marfil, de nácar, de sándalo, de lentejuelas,con acuarelas de la época de Luis XIV y de Luis XV, de papel de arroz, del Japón y de la China. Algunos cuajados de rubíes, de diamantes y de piedras preciosas mostraban, además, buen gusto en su lujo y justificaban esta manía del abanico, que es encantadora para una mujer bonita. Los abanicos, al abrirse y cerrarse, producen una especie de rumor, que constantemente repetido compone una nota flotante en todo el Paseo, que para el oído francés constituye un ruido original. Cuando una mujer se encuentra a algún conocido le hace una seña con el abanico al mismo tiempo que le dice la palabra «abur».
Ahora es preciso que digamos algo de las bellezas españolas. Lo que nosotros consideramos en Francia como el tipo español no existe en España, o por lo menos, yo no lo he visto. Al hablar de mantilla y mujer nos imaginamos un rostro largo y pálido de grandes ojos negros, con curvas y finas cejas de terciopelo, nariz un poco arqueada y labios rojos como una granada; todo ello con un tono cálido y dorado, semejante al que alude aquel romance: Elle est jaune comme une orange.
Este tipo es más bien árabe que español. Las madrileñas son encantadoras, en toda la amplitud de la palabra; de cada cuatro, tres son bonitas; pero no responden a la imagen que nosotros podemos formar. Son pequeñas, lindas y bien formadas; frágiles de cintura, pie diminuto y hermoso pecho; pero la piel es demasiado blanca; los rasgos, por delicados, se acentúan poco; los labios, en forma de corazón, dan al conjunto una similitud con los retratos característicos de la época Regencia. Muchas tienen el pelo castaño claro y no es difícil, al dar un par de vueltas por el Prado, encontrar siete u ocho clases de rubias, de todos los matices, desde el rubio grisáceo al rojo fuerte, el rojo de la barba de Carlos V. En España hay rubias; sería erróneo no creerlo así. También abundan los ojos azules; pero gustan menos que los negros. Nos costó cierto trabajo acostumbrarnos a ver mujeres escotadas como para ir a un baile, con los brazos desnudos, zapatos de raso, el abanico y las flores. Y más, verlas así en un sitio público, paseándose sin dar el brazo a ningún hombre; aquí esto no es costumbre, a no tratarse de un pariente cercano o del marido. Se contentan solamente con ir a su lado, al menos durante el día, pues de noche parece que la etiqueta es menos rigurosa, particularmente con los extranjeros que no pueden conocerla muy bien.
La manola es un tipo desaparecido; lo mismo que las grisetas de París o las transtiberianas de Roma. Nos las habían ponderado mucho y es posible que existan, pero sin carácter pintoresco y audaz. En otro tiempo se las veía por el Prado con sus ademanes pintorescos y su traje peculiar; hoy es muy difícil distinguirlas entre las burguesitas y las mujeres de los comerciantes. He procurado encontrar a la manola auténtica por todos los rincones de Madrid: en los toros, en el jardín de las Delicias, en el Nuevo Recreo, en San Antonio de la Florida,y no he hallado ninguna que respondiese al tipo. Cierto día, paseando por el Rastro —que viene a ser el Temple de Madrid—, después de haber pasado sobre el cuerpo de innumerables mendigos tendidos en tierra, que dormían arropados en sus andrajos, desemboqué en una callejuela desierta. Allí encontré por primera y única vez a mi perseguida manola.Era una muchacha alta, fuerte, de unos veinticuatro años, que es la edad máxima permitida a las grisetas y a las manolas. Su rostro era moreno, firme y triste la mirada; boca sensual y un algo de africano en el estilo de su cara. Ostentaba una hermosa mata de pelo, azul a fuerza de ser negro, trenzada como el asa de un cesto y sujeta a la cabeza por una gran peineta de teja; en sus orejas lucía unos pendientes de coral, y en su cuello moreno se veía un collar de la misma clase; una mantilla de terciopelo negro encuadraba su cabeza y sus hombros; el traje, de paño bordado, cortos como el de las suizas de Berna, mostraba unas piernas finas y nerviosas, ceñidas por medias de seda negras, muy tirantes; los zapatos eran de raso, anticuados de forma, y el abanico encarnado temblaba como una mariposa violenta entre sus dedos, recargados de sortijas de plata. Esta manola, que podemos considerar la última, volvió la esquina de la callejuela y desapareció, dejándome asombrado de haber visto en la vida real un disfraz de ópera.
Por el Prado pasean y pude ver algunas aldeanas de Santander, con su traje regional; estas pasiegas son estimadas en España como excelentes nodrizas, y su amor a los niños es tan tradicional como en Francia la honradez de los auvernianos; son mujeres guapas,vigorosas y fuertes. Llevan faldas rojas, de muchos pliegues, orilladas con un galón ancho; corpiño de terciopelo negro, adornado de oro, y en la cabeza un pañuelo de colorines; ostentan también alhajas de plata con profusión salvaje. Ahora veamos un momento el traje de los hombres. Mirad los figurines de modas que se llevaban en París hace seis meses y tendréis una idea exacta. París es la obsesión de todo el mundo y recuerdo haber leído un rótulo en un limpiabotas, que decía:
Se limpia las botas; al estilo de París.
Los modelos de Gavarni son el ideal que se proponen alcanzar estos modernos hidalgos; ignoran que sólo lo que ya pasó en París llega hasta ellos. En general, van mejor vestidos que las mujeres y tan enguantados y charolados como les es posible. Sus levitas son correctas y sus pantalones ajustados; pero la corbata y el chaleco, las únicas prendas del traje moderno en que puede demostrarse alguna fantasía, no siempre son del mejor gusto.
A las nueve y media el Prado comienza a despoblarse y la gente se dirige hacia los cafés ybotillerías de la calle de Alcalá y otras calles céntricas.»
» Los cafés más famosos de Madrid son: el de la Bolsa,en la esquina de la calle de Carretas; el Nuevo, donde se reúnen los exaltados; otro café cuyo nombre no recuerdo, donde van las gentes de opinión reaccionaria, a quien llaman cangrejos; el de Levante, en la Puerta del Sol, y el del Príncipe, junto al teatro de este nombre, lugar y tertulia de artistasy literatos. Estos son los mejores sin que quiera decir que son buenos. El café no se sirve en tazas, sino en vasos, y en general se consume muy poco. En los cafés de Madrid se ven más mujeres que en los de París y los periódicos que en estos locales se encuentran corrientemente son: el Eco del Comercio, El Nacional y El Diario, que señalan la fiesta del día, la guía de misas y sermones, la temperatura, las criadas y criados que desean colocarse. A las once, la gente se retira; no quedan más que algunos rezagados que pasean por la calle de Alcalá. En las calles sólo se ven los serenos, con su farol al extremo de un chuzo, su capa corta y su grito acompasado para cantar la hora»
«La Puerta del Sol no es una puerta, como podría creerse, sino más bien la fachada de una iglesia de color rosáceo, con un cuadrante que se ilumina de noche, irradiando flechas de oro de donde le viene el nombre de Puerta del Sol. Delante de esta iglesia hay una gran plaza, formada por la calle de Alcalá, en su principio, y las de Carretas y la Montera. El Correo, ocupa la esquina de la calle de Carretas y tiene fachada a la plaza. La Puerta del Sol es el punto de cita de todos los vagos de la ciudad, que, por lo visto, contiene bastantes, pues desde las ocho de la mañana se acumulan en ella en gran número. Todos estos graves personajes envueltos en su capa, haga frío o calor, permanecen allí horas y horas. La política sude ser el tema general de la conversación; la guerra ocupa en gran parte las imaginaciones. En la Puerta del Sol se hacen más combinaciones estratégicas que en los campos de batalla y en todas las guerras del mundo.»